… y nació la Iglesia, mi Iglesia

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Por Miguel Moreno
El Mensajero Católico

Los apóstoles se encontraban en un cuarto obscuro, donde el temor, el desconcierto, la desconfianza eran parte de cada mirada. Mientras cada quien estaba en lo suyo, un ruido fuerte y estremecedor invadió aquel ambiente. La luz del Espíritu Santo atravesó el corazón de los allí presentes y los unió, uno a uno al corazón de Cristo. De esta manera, la obscuridad dio paso a la luz, el temor a la alegría, el desconcierto a la verdad y la desconfianza a la esperanza en que Dios no nos abandona… es en ese momento que NACIÓ LA IGLESIA.

Michael W. Lemberger
En la foto, Padre John Siegel bautiza a Cheri Lord en la parroquia de San Patricio en Ottamwa en la última Pascua.

Empujados por la alegría, corrieron haxcia la plaza, donde proclamaron la verdad de Dios, aquella que brinda esperanza. Todos entendieron lo que decían, porque el lenguaje del amor no exige palabras. Aquel día, cerca de 3,000 personas aceptaron a Cristo, fueron bautizados y consagrados al Dios que salva. No se hizo diferencia alguna entre adulto-niño, hombre-mujer, pobre-rico, santo-pecador. Todos eran de Cristo y Cristo estaba en todos, así CRECÍA LA IGLESIA.

Después, vino el malestar de la autoridad religiosa judía, quienes pidieron apagar el fuego del amor en el corazón de los seguidores del Señor y, además, silenciar el mensaje que se proclamaba desde lo más profundo de los apóstoles. ¡Demasiado tarde para silenciar a la naciente Iglesia! Entonces, vino la persecución, el arresto, el castigo, el maltrato…, la muerte. Algunos fueron crucificados como el Maestro, apedreados, quemados, decapitados; en suma, martirizados. Pero ya el fuego del Espíritu Santo, había quemado de amor el corazón del creyente; por eso, cuanto más castigo, mayor entrega; cuanta más persecución, mayor heroísmo; cuanto más muerte, más creyentes. De ese modo, se EXTENDÍA LA IGLESIA.

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Y la sangre de estos mártires llegó a mi madre, quien me llevó a las aguas del bautismo, para incorporarme a la Iglesia, mi Iglesia, con quien hoy celebro 2000 años de existencia. Soy miembro de una familia que vive en los cinco continentes, unidos en la misma alegría, en la misma palabra, en la misma esperanza y en el mismo trabajo, hacer de este mundo un lugar para Dios. Esta es la MISIÓN DE LA IGLESIA.

Misión no siempre fácil, pues, la debilidad me gana, la tentación me vence, dejando que el diablo sonría y haga su trabajo contrario a lo que Dios quiere. Cuando ensucio mis manos, maltratando mi cuerpo y enluto mi alma, me sonrojo y me avergüenzo al recordar a todos aquellos que dieron su vida por amor a la Iglesia. Pero a la misma vez, miro al Crucificado, Aquel que dio la vida por mi, Aquel que sabiendo que soy débil, me dejó como regalo los sacramentos, especialmente los sacramentos del Perdón y de la Eucaristía. Por eso, no me detengo a ver la danza de los que mueren sin esperanza, al contrario, recurro con frecuencia y humildad al Dios que salva. Me confieso y recibo una vez más a Cristo en mi alma. Cristo, quien es el Pan de Vida, Alianza de Amor. Cristo quien está presente en la Eucaristía, y yo sé que Él siempre estará allí para mí. Estos son los regalos de Dios, los SACRAMENTOS DE LA IGLESIA.

La fiesta de Pentecostés que estaremos celebrando el 8 de junio, no solo nos recuerda la Venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, sino también el nacimiento de la Iglesia, mi Iglesia. Son 2000 años de este extraordinario acontecimiento. A lo largo de este tiempo, mis pecados han manchado su dignidad, pero jamás la han empequeñecido; mis pecados han opacado su imagen, pero no han cambiado para nada su naturaleza, su esencia. Sigue siendo la luz y la esperanza del mundo; sigue siendo el Cuerpo Místico de Cristo; sigue siendo el Pueblo de Dios; sigue siendo el Pueblo Elegido; sigue siendo el Sacramento de Salvación. Nada ni nadie cambiará su razón de ser, porque ella está cimentada en Cristo por toda la eternidad. La Barca de Pedro seguirá en altamar, sorteando cada tempestad que se presente o cualquier malestar que ocurra dentro de ella…, seguirá en altamar, porque para ello fue hecha, para estar en medio de un mundo constantemente agitado.

Un buen amigo me decía: “Escriban las bondades de la Iglesia y tendrán un libro sin final.” Y no puede ser de otra manera, porque la Iglesia es la mensajera del amor de Dios al mundo, y el amor de Dios no acaba jamás.

Que él nos siga bendiciendo a todos desde la Iglesia, nuestra Iglesia, mi Iglesia, la Iglesia de los mártires, de los santos, de los pecadores, de los que luchan día a día por ser mejores.
La Iglesia fundada en Pedro, la Iglesia de los Apóstoles, la Iglesia de San Francisco de Asís, la Iglesia de San Agustín, la Iglesia de Santo Domingo, la Iglesia de Juan XXIII, de Juan Pablo II, la Iglesia de Madre Teresa, la Iglesia de mi madre y mis hermanos, la Iglesia… la Iglesia de todos nosotros…, mi Iglesia, mis hermanos y hermanas, aquí yo estoy en casa.

¡GRACIAS, DIOS MÍO, POR LA IGLESIA CATÓLICA!


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